Sobran próceres

octubre 6, 2009

Uno de mis primeros recuerdos, una de las primeras fotografías de mi vida, es la de mi abuelo agarrándome la mano, abriéndose paso entre una multitud celeste. Caminábamos, seguramente, por Arturo Orgaz, La Rioja, Colón o Hualfin. Desde abajo veo la marea, el brazo de mi abuelo, la camisa a mangas cortas, las cinturas de las gentes, el agua servida, las calles rotas, los papeles. No recuerdo ni el partido, ni la cancha, ni nada. Deambula en mi memoria la imagen de ese brazo sabio, esa mano gigante, esa sensación indescriptible de sentir que mi abuelo me estaba llevando por el camino de la historia, agarrados de la mano, mostrándome cuál era el horizonte.
Algo así les habrá pasado a tantos. Quizás los abuelos fueran tíos o padres y la cancha una playa, un bosque, el atardecer o la plenitud de la llanura. Desconozco las sensaciones exactas, pero quiero creer que a Manuel Belgrano le latía el corazón muy fuerte en aquellos días de insignia patria, de cielo celeste, blanco y celeste, sol radiante y viento cálido. Luchador de una patria hoy perdida, confundida, dada vuelta, Belgrano imaginó el país que hoy existe en cuentos y manuales escolares. Ahí va el prócer argentino, liberando tierras, cortejando a cuanta señorita se le cruce en el camino, levantando la espada para que nunca más haya que levantarlas, llevando de la mano a miles.
Algunos años más tarde, los ilustrados se debaten el comienzo de una historia. Ellos son los protagonistas exclusivos de lo que podemos ser. Buscan, entre ilusiones, convicciones, mentiras, miedos, dolores y alegrías, la letra capital, el primer párrafo del país, las primeras letras, las leyes de la historia. Alberdi, que escribía bastante bien, culmina su novela, su libro más famoso. Se presenta ante todos y les dice: “la terminé”. Alguien levanta la mano y le pregunta por el título de la obra. Alberdi responde: “Constitución de la Nación Argentina”. Y el resto es futuro.
Décadas después comenzaba a crecer de manera desordenada, caprichosa y orgullosa, una barriada cordobesa. La gente fue apilando casas, historia e historias, marcando a fuego las calles y los pasajes con presencia. El barrio pasa a llamarse Alberdi y cada vecino es prócer de su tierra. Gardel, que no conoce de tiempos ni de muertes, canta como los dioses: “¿Qué me van a hablar a mí de amor?”, dice el zorzal. De la misma manera el barrio siente y canta: “¿Qué me van a hablar a mí de calles y ochavas?” Es que las casas se comen las veredas, las veredas a las calles y que el resto se las arregle, que los autos y carros esperen. Este es un barrio de gente y la gente es el barrio.
Casi en la misma época nace el Club Atlético Belgrano y el cielo de Alberdi será para siempre celeste. Ahí van los dos, agarrados de la mano, como mi abuelo y yo. Club y barrio, abrazando a todo un pueblo cordobés.
Los años pasan, la historia se precipita a los presentes. El barrio se llena de próceres y hacen lo que hacen los héroes: reformas universitarias, folclore zamba y chacarera, cordobazos por todos lados. También se construyen ilusiones y un buen día emerge un Gigante. Las tribunas llenan de luz y de sombra un pedazo de las calles. Arturo Orgaz mira junto a otros soñadores, la construcción de la primera tribuna. Son apenas unos jóvenes con ganas, pero ya están haciendo patria por su propia cuenta. Y la cancha, cada año, se va haciendo más y más gigante. Para no ser menos, casi pegada, se levanta la cervecería Córdoba donde miles de trabajadores llenan las veredas con sentido y los bolsillos con dignidad.
Doscientos años atrás el país empezaba a respirar y se hacía necesario construir mitos, héroes, batallas históricas, símbolos, referencias de hermandad. Belgrano y Alberdi logran hacerse un lugar en las hojas amarillentas de todo manual. Aparecen en los billetes, en las calles y avenidas, en pueblos, clubes, instituciones y comercios. Y todo va sucediendo de esa manera en todas las escalas. Una vez que Alberdi es barrio cordobés florecen los próceres comunes. Deambulan los folcloristas, los utileros del club, las doñas, los pibes, los estudiantes, los goleadores y los cuentistas. Todos se mezclan; todos son todo. Las historias están a la vuelta de la esquina. Las lleva el viento, que no conoce de límites. Dicen que desde arriba, Belgrano y Alberdi miran todo; que discuten cuál de los dos es más importante, cuál de los dos es más prócer. Apelan, uno y otro, a sus logros. Dicen que por detrás se asoma un tal Rodrigo y saca pecho de sus canciones, de sus pasiones, de su vida y de su post vida. Dicen que todos se animan a ser grandes. Que en medio de la discusión acalorada aparece un tal Julio y les tira en la cara algo como “todo muy bien con la escarapela y la constitución, pero ustedes no le metieron un gol a Quilmes en la promoción; ustedes no salvaron del descenso a todos los hinchas”. Dicen que todos se quedan callados, hasta que aparece un tal Luis Fabián; y saca una libretita con todas las felicidades que dio. Y así, van desfilando uno por uno, desde ese tal Cristóbal Colón, hasta la Milonguita, también el que vende garrafas de gas, el tito Cuellar, el de la cerveza fría, la Chacha Villagra, los tiradores de piedras del 69 y los goleadores del 68, la lunita de Alberdi, la vieja de los mates dulces, los médicos del clínicas, los enfermos del clínicas, los que cuidan motos, los que caminan se tropiezan y vuelven a caminar, todos. Héroes, por robarle las tristezas a la gente.
Alberdi y Belgrano son Córdoba, con su correspondiente y viceversa.
Camino, por una calle que es quizás la misma, tratando de no olvidar e imaginando quién agarrará mi mano para cerrar el círculo de mi historia, que es la de todos.

Mercado Norte

septiembre 22, 2009

Ahí donde un mercado se cierra
hay otro que abre

donde se ofrece carne de día
se ofrece carne de noche

y la inmoralidad de sus partes,
el sexo no creado por dios

se pone de alquiler y
se vende como en una feria y

hay bares
con mesas de pool y lámparas
de colores,
las clásicas, las típicas son las que
destilan su tintura roja.

aparecen los cuerpos apretados
apretados pero semidesnudos,
lo más apretados y desnudos posible.

las bocazas muy pintadas,
pagan su derecho de feminidad al precio
de enchastrarse de un labial hediondo
y
las tangas demasiado tangas
muestran todo lo que esconden
y
los escotes sumamente escotes
se desbordan de pezones infértiles
devenidos en tetas sintéticas.

Son de una hermosura atroz
de una belleza que los especialistas
en ciencias morales llaman perversión.

Y se peinan para salir,
y se perfuman, y se lavan la ropa,
y se depilan las piernas con cera,
y se depilan las axilas, y se sacan el bigote,
y se hacen la comida, y se arreglan las uñas,
y se pintan la boca, y se enamoran, y después lloran
porque el tipo es un hijo de puta, y usan
antitranspirante y zapatos con taco, y esperan tener
un orgasmo, y toman anticonceptivos, y quieren tener hijos,
y que las respeten y que las traten bien,
y se llaman Carla Mariana Sheila Yamila
Y sin embargo,
no son mujeres.

Son hombres con tetas o
son mujeres con pito, eso depende del cliente.

Y además de eso,
son también
los putos de mierda,
los travas los degenerados
los homosexuales los pervertidos los trolebúses

y son el cuerpo de un niño que un día se llamó
Carlitos Damián o Rodrigo.

– Maú Beé-

El (nuevo) descanso de los durmientes

septiembre 20, 2009

Diciembre 2008

Esperaron tanto tiempo, acostumbrados a vivir en un país donde todo llega tarde. Son la imagen de un fracaso, de un asesinato, de un coma cuatro, de una herida que nunca termina por cerrar, de lo que somos. Abandonados, dejados en desuso, ellos siguieron ahí como testigos únicos de nuestra patética historia.
El hambre de los últimos años terminó con algunos de ellos. Quizás sirvieron para dar calor o para construir una casa para que la pesadilla de estar vivos fuera más llevadera o tal vez se los llevaron por puro daño, por pura bronca, por la más pura de las razones. ¿Por qué pasó tan tiempo? Hubo un antes y un ahora ¿Y en el medio? Difícil decir. Quizás un grupo de personas vestidas todas iguales consideró que todos estábamos enfermos y que la mejor forma de matar ese mal era haciéndolo desaparecer. O quizás fue un petiso con pelos cerca de las orejas que pensó que ya estaba bien con ese chiste de tener mucho para todos, entonces vendió todo para muy pocos. O quizás fuimos todos nosotros; cómplices históricos de los días que pasaron. Pero estas son todas novelas mías.
Y los durmientes siguieron esperando. Y yo desde que tengo uso de razón siempre estuvieron descansando. Y ni mi viejo ni mi vieja me podían explicar porqué. Ayer pasé y vi nuevos sueños, apilados uno al lado del otro, esperando un próximo despertar. En ese lugar ya estaba el cartel que anunciaba la obra, con la frase “Argentina, un país en serio”, con los colores celeste y blanco, con luces potentes, y creo que sólo faltaban los bombos y los redoblantes. Al principio no lo creí (eso de creer son de países que no son serios, como el nuestro) Pero después, al ver a una cantidad importante de gente trabajando, alimentando sus bolsillos, sus estómagos, sus sueños y los míos, quise ponerle más luces al cartel y que sonaran los redoblantes. Porque para mí es importante, sin importar las miradas ni los dedos índices (esos que tanto se usan por aquí)
Seguiré esperando, como de costumbre, que algo suceda. Seguiré imaginando las postales que retengo de mi temprana edad. Seguiré escuchando, hasta que algún día escuche, los sonidos aquellos: el de la barrera bajándose, la campana de advertencia, la bocina del tren, la voz sabia del viejo que corta los boletos, el ruido de las ruedas circulando por las vías, el chirrido de los frenos, las conversaciones ajenas, y todo lo que mis oídos quieran guardar para hacerme recordar que estoy despierto.

Autor: A.S.Ramia

Autor: A.S.Ramia

Septiembre 2009

Quizá fue sólo el despertar
adentro de un sueño
el mío el de ellos.
¿Y ahora?
¿Qué me corresponde sentir?
¿Y ahora?

Quizá volver a cerrar los ojos
volver a dormir

septiembre 3, 2009

Esa boca precisa, preciosa

esos lapachos florecidos frente a la parada del colectivo

ese día que hice un gol y lo vio mi viejo

ese velador del pato Donald que me salvaba de la oscuridad

esa primera vez con ella, cagados de frío, a la orilla del río.

Esa grasa de los chinchulines bien crocantes

ese hermano de la infancia

esa vez cuando vi el mar

esas resacas compartidas

ese libro que no me gusta prestar.

Esos calores sedientos en los veranos de Villa Dolores

esos siestones que se mandaba el pá

ese temor siniestro a la soledad

ese estar porque uno es y porque está

esos discos que supe escuchar al palo y no suenan más

esa pieza donde su gemido era lo mejor que me podía pasar.

Ese perro gordo, tan bueno que yo le quitaba los huesos de su boca animal

esas películas porno que veíamos cuando éramos pendejos

esos pendejos que fueron amigos

esos amigos que dejaron de ser pendejos y también de ser amigos

esos pecados sin culpa que le confesé al cura antes de hacer la comunión.

Esa madre cristiana e incansable que me parió

esa misma que llora cada vez que vuelvo para volverme a ir

esa presunta seguridad que me escasea

ese personaje que le invento al mundo que me desconoce

esas burbujas de la pipa que fabricó el Orión.

Esa abuela que aborrece de los políticos porque amó a la Eva

esa desgracia monocorde que se llama angustia de no se qué

esa plusvalía de la puta vida

ese calabozo todo miado donde estuve una vez.

Esa foto donde aparece un bebe gordo con mis ojos

esas torpes suturas que se llaman olvido

esas boludeces que no volvería a hacer

esa madeja que tejo y destejo todos los días

esos días que prefiero reventar.

Eso es todo. Todo eso es.

maové

Los vecinos de la Martín García

agosto 28, 2009

Dicen que los vecinos de la Martín García tienen problemas para conciliar el sueño. Tienen miedo de tener la misma pesadilla noche tras noche. Entonces aguardan y aguardan hasta que caen al profundo sueño. Dicen que la imagen es la misma: sueñan que vuelan, flotan, se estabilizan en el aire; pero después caen y caen y caen pero jamás chocan el piso, con lo cual la histeria es constante.
Dicen que los vecinos de la Martín García tienen las mejores piernas. Suben y bajan sin parar. Entonces a veces “hola Ramón ¿cómo le va?” y “cuesta arriba, che, cuesta arriba”. Y otras veces “me gusta mucho Patricia…y cuando camino siento que corro y cuando corro siento que vuelo”. La calle es el subibaja de sus vidas.
Dicen que los vecinos de la Martín García se pelean mucho cuando juegan al fútbol. Siempre sienten que les inclinan la cancha. Pero después, en el segundo tiempo, las cosas cambian para los equipos y terminan empatados. Algunos valores intentaron llegar a primera. Algunos fracasaron: se caían, se tropezaban, servían sólo para un tiempo (el primero o el segundo, dependiendo del estado de ánimo). Algunos llegaron y se destacaron fuera del país: Quito, La Paz, Oruro y Cuzco. Algunos juegan como sueñan y sueñan como juegan.
Dicen que los vecinos de la Martín García son testarudos, ciclotímicos, que se les sube la sangre a la cabeza, que se les enfrían los pies, que se les duermen algunos músculos, que pierden el equilibrio fuera de su calle. Y es al día de hoy que se dice que hubo gentes que jamás salieron de la cuadra o que pocas veces pisaron fuera del barrio: Santina, Franco, la Doña de los gatos, Zulema del almacén, Elías y toda la familia Gómez.
Dicen que los vecinos de la Martín García se agarran la cabeza cada vez que se anuncia una lluvia porque el agua corre, corre, corre, corre, corre y corre y nunca se detiene. Los grandes preparan barricadas y los niños arman barquitos de papel. Los dibujan, los pintan, los decoran y los saludan al borde del cordón, “suerte barquito, suerte”. A veces lloran porque nunca más los volverán a ver.
Dicen que los vecinos de la Martín García se juntan a eso de las siete de la tarde, cuando el sol se empieza a ir, y contemplan el atardecer y el oscurecer. Desde donde están conocen la ciudad entera sin necesidad de ir por abajo. Susurran, de generación en generación, de atardecer a atardecer, la historia de la Córdoba de las barrancas y los pozos. Los más viejos a los viejos, los viejos a los adultos, los adultos a los adolescentes, los adolescentes a los niños y los niños aprenden e imaginan las historias para los que están por venir.
Cuando todos duermen desplegamos las alas y salimos a volar.
Pocos saben eso.

Pasan Cosas

julio 31, 2009

Ocho se juntan en un barcito del sur del sur del mundo,
se sientan en almohadones en el suelo
alrededor de una mesita tan del submundo como ellos
y pasan cosas,

Apenas se conocen y se dan vida,
tiene sentido
están haciendo,
nada más viviendo…
nada menos que viviendo
ESO tiene sentido

La noche ya no es noche
el tiempo no es tiempo
es parar, es distraer
es olvidar a la muerte misma
porque ahí están,
pese a todo, reunidos
después de todo reunidos
al fin reunidos

las sonrisas indican
que pasan cosas
que quieren pasar
que necesitan existir
compartir
vivir…

alzo un vaso de vino
tan del submundo como nosotros
como todos
brindo hacia adentro
solo porque ahí están
solo porque ahí estamos
soñando
que claro que se puede soñar
o qué carajo
ahí están,
en el frio de la noche
reunidos
al fin reunidos
el humo de los puchos
un cenicero improvisado con papel
y un montón de sueños.
Eso ya es un sueño

Porque en el frio de la noche
en un barcito
del sur del sur del mundo
ahí estamos
y pasan cosas…

diciembre 6, 2008

Verso

Rubén Ramirez vive solo. Tres hijas mujeres; divorciado, 54 años, desempleado. A los 24 la conoció a la Mónica. A los 26 se casó. Llegó a la primera de Racing de Córdoba. Fue suplente toda la primera parte del campeonato, hasta metió un gol en un partido. Se lesionó en la pretemporada y una operación tardía y barata, aniquilaron sus sueños de juventud.

Después fue padre una vez, y después otra y después otra. Cuando llegó la última lo echaron del trabajo. Se dedicó a la albañilería y a la pintura de interiores. Paralelamente comenzó con la bebida y eso nunca más lo dejó.

Borracho feliz en el bar, violento en la casa.

Anverso

Rubén Ramirez vive acompañado. Tres hijos varones. Casado hace 18 años. Conoció a Mónica a los 24 y se casó a los 26. Jugó en la primera de Racing de Córdoba; debutó y fue titular toda la temporada y metió goles históricos. El más importante: el del ascenso a Primera B contra Juniors en Barrio General Paz. El otro gol se lo hizo a Fabiana Mazzei: en la medialuna, con el pasto recién regado, las luces apagadas y el silencio del canchero. La embarazó una y otra vez y Petrone asumió la paternidad sin siquiera darse cuenta.

Terminó su carrera como un héroe y con los consejos de Fabiana, comenzó una carrera como decorador de interiores. Mónica seguía hermosa y se amaban como conejos. Llegaron cuatro hijos varones más y el último fue ahijado del Presidente, que en la ceremonia elogió la capacidad goleadora de Ramirez.

Mientras tanto su vida como diseñador iba creciendo con los contactos que conseguía Fabiana.

Sus siete hijos la descosían en Racing y Fabiana comenzó escenas de celos y hablar mal de él. Rubén ya no necesitaba más de sus contactos, ya trabaja en Buenos Aires, pero ella era insaciable con sus exigencias. Decidió terminar la historia, fue a casa de Fabiana y Petrone, con la excusa de cambiar un cuerito y se llevó un video y con esto su tranquilidad.

Casualidades, juegos de azar y otras yerbas

noviembre 25, 2008

Verso

Vine todo el puto viaje comiéndome la misma patente en la caravana: XDU 512. Tanto fue el tiempo que pasé mirándola, que se fijó en mi mente por semanas.

Caminaba por 27 de Abril el miércoles 5 de diciembre – 5/12 – y vi en la quiniela de la esquina con Vélez Sarfield: «Hoy sortea nacional: Nº de sorteo; 512».

No puede ser, pensé atónito. Era una señal, estaba seguro. Entré, jugué al 512 y salí feliz pensando en lo que haría con los millones: Algunos departamentos y después, con lo del alquiler iba a vivir tranquilo, viajando, siendo atendido por mozas hermosas; todo resuelto.

Ese día me acosté pensando que me sacaba la grande.

Anverso

Odio las coincidencias. Odio a la gente que cree en las coincidencias: en la fuerza incuestionable del «destino»; concepto imposible de verificar. Mi abuela andaba siempre con un rosario colgado:

–         ¿Para qué te colgás eso abuela? – preguntaba

–         Para que el señor nos ayude a todos – me respondía

«El Señor»… «¡El Señor!»; esa palabra ya enoja: ese señor que mueve los hilos de la historia, responsable de toda causa y toda consecuencia. No. A esa no me la trago.

Los que son bravos, también, son los cabuleros. Esa es una raza insoportable. Creen que manejan la sucesión de los hechos por la mera tradición de no variar una acción o conducta en un periodo de tiempo. Esos están todos locos.

Los jugadores empedernidos que creen en todas las repeticiones de situaciones. Y creo que estos son los peores. No solo pierden tiempo imaginando coincidencias, sino que también pierden guita: se la queman jugando a la «Niña bonita», al «Soldado», a la «Yeta» o a «Los huevos»: Manga de irresponsables.

Igual, ayer me pasó algo de lo más curioso: llegó a mi casa una factura de gas que no era mía, pertenecía a un tal Juan Sánchez, de la calle Pizarro 2911 y me di cuenta que hoy es 29 de noviembre y que tengo 29 años. Me dije: – Esto es mucho; mejor le juego unos pesitos a la quiniela; mañana me saco la grande -.

Ladrones

octubre 19, 2008

1

Ayer se cumplieron 20 años de la muerte del último de los integrantes de la pandilla que más controversia generó en la historia argentina. Un grupo de forasteros que cabalgaron estas tierras de norte a sur, de este a oeste. Huyendo de la ley en tiempos en que la justicia se ejercía por mano propia. Una época de hombres duros, valientes y sanguinarios. Los buscaba la policía y los asesinos a sueldo, que habitaban al por mayor en la Patagonia, en el litoral y en el norte; un trabajo digno en aquel entonces. También seguían sus pasos muy de cerca los asaltados: dueños de bancos, en su mayoría ingleses; también los grandes estancieros y terratenientes, abusadores históricos de su posición. Personas adineradas que se jactaban de poseer todo el horizonte y más.

Algunos dicen que ellos nunca existieron, que fue todo un mito, un invento de los peones, de los gauchos olvidados. Pero los testimonios orales están ahí, en la música del viento, en los viejos de manos gastadas, en los indios, en las mujeres enamoradas, en los hijos perdidos, y en las canciones alrededor de un fuego naranja. Porque la historia está en todos lados, en las cortezas de los árboles, en el correr de los arroyos donde se refrescaban tras una larga caravana, en los pueblos sin nombre, en la tierra, en las distancias recorridas.

Nunca los atraparon. Cada tanto aparecía un borracho gritando que él le había disparado a uno de ellos y lo había matado, pero eso era difícil de creer. A los meses llegaba la noticia de que habían asaltado otro banco más, y la gente respiraba aliviada. El pueblo pobre los quería. La peonada que había acompañado a Rosas hasta el final sentía que su causa era justa. Ellos le robaban a los que más tenían, burlándose de un orden que parecía único e inamovible. Se transformaron en los delincuentes más buscados, y los menos encontrados, por supuesto. Desde Sarmiento, pasando por Avellaneda y Roca, trataron de agarrarlos, de matarlos, de exhibir sus cabezas, o sus armas, para demostrar quién era el que mandaba. Nunca pudieron.

Se retiraron sin aviso. Desaparecieron dejando la sensación de que la pampa los tragó. Muchas son las hipótesis sobre la vida de estos cinco personajes pero es difícil asegurar qué pasó con cada uno de ellos. Hace 20 años se supo que había muerto en un pueblo de la provincia de Mendoza el último de ellos. Se calcula que tenía más de 90 años. Con él se fue un pedazo de la historia.

Hace 22 años, tuve la suerte de encontrarme con él…

Continuará…

2

Bustos estaba solo, separado del grupo. Meditaba. Sentado sobre una roca, apoyado con las palmas de las manos sobre el piso, pensaba y no sabía cómo hacer. De tanto en tanto agarraba una piedra y la tiraba lejos; jugaba con un palito en la tierra y agachaba la cabeza.

A unos quince metros estaba el resto. Becerra y García tomaban agua. Aprovechaban para mojar los sombreros, recuperar energías. De reojo lo observaban a Bustos. Casi no hablaban. Ambos sabían. La palabra es accesoria. Las miradas dicen más. Aguirre acariciaba a su caballo, le hablaba al oído. Sin decir nada decidieron esperar. Estaban cansados. Tampoco podían perder mucho tiempo; los perseguían, eso lo sabían, pero tenían que aguantar. Bustos. Aguirre. Becerra. García. A López lo encontrarían en algún otro momento.

Dejaron los tres caballos descansando. El cuarto animal reposaba.

Becerra rompió el silencio:

No va a aguantar y el lo sabe.

Esperemos –dijo Aguirre.

Lo escuchaban a Aguirre. Le creían.

El viento cálido acariciaba el paisaje.

Los cardos acompañaban la música, el silbido. Cuatro hombres, cuatro caballos. Nada más.

Cuando el sol se movió lo suficiente Aguirre se levantó y caminó hacia donde estaba Bustos. Le puso la mano en el hombro. No se miraron a los ojos. Bustos asintió y el otro se volvió para el grupo.

Pasó un minuto.

Y otro más.

Bustos se levanta. Camina.

Los hombres lo observan de reojo entendiendo la situación. Lo respetan.

Saca su pistola de la alforja. La revisa una vez. Apunta a la nada. La revisa de vuelta.

Y camina. Y se acerca.

Pascuyí descansa. Sabe que de ahora en más va a ser descanso. Que se acabaron las corridas para él. Bustos acaricia el lomo de su caballo. Acerca su cabeza y le susurra algo al oído. Pascuyí no da más. Ha sido un buen caballo, un animal fiel. Sus piernas no le permiten seguir. Hay un solo camino para él.

Bustos lo abraza. Pascuyí espera.

Es eso o lo peor.

Bustos apunta. Cierra los ojos. Nunca lo ha hecho. Hoy sí.

Dispara.

Los pájaros vuelan en bandada.

Los tres hombres se levantan, se ponen sus sombreros y preparan todo para continuar. Hay que continuar. No queda otra.

Cabalgan. Cuatro hombres en tres caballos.

Continuará…

Por Gringo (sin seudónimo)

El fluir de los años

octubre 4, 2008

 

En su juventud fue verdaderamente hermosa. Hay, incluso, quienes comentan que no existía aquel que habiéndola visto, se olvidara de ella. Tal es de este modo que por aquella época esta mujer ocupaba un lugar, sino central, al menos importante en las charlas de los hombres del barrio. No era extraño, por ejemplo, ver a los poetas deambular con los ojos bajos y levantar la mirada cada vez que alguna mujer parecida les salía al encuentro en alguna esquina; o encontrarse comiendo en asados repentina y masivamente silenciosos. A veces –dicen- daba la impresión de encontrarse nadando entre las penas que los poetas dejaban a su paso.

Es común oír a la gente del barrio que llegó a conocerla y que aún hoy sigue viva, que el motivo fue una herencia que recibió de un pariente lejano. Yo, a pesar de las advertencias de señoras ceñudas y portadoras de escobas con mira telescópica, creo en otros motivos. Decidió irse.

De este modo quedaron las poetas, salpicadas las veredas y el viento de palabras, olvidados como una flor que se traga el río. Pero así como perdieron una musa que era ella, o su cuerpo, ganaron otra: ella o su cuerpo en la distancia, en un lento desvanecimiento de letras.

Ya instalada en Buenos Aires, comenzó a codearse con los sectores más “altos” de la sociedad porteña que, según dicen, ni en un principio ni en un final la recibieron bien. A pesar de que los motivos de este rechazo no quedaron claros, algunos viejitos simpáticos arriesgan, no sin algo de picardía, que quienes rechazaron a la mujer, en realidad fueron ellas. Coinciden estas señoras –con las que he tenido el disgusto de hablar- que era de muy mal gusto la costumbre que tenía Ella de ostentar su belleza corporal, del modo más vulgar –agregaron casi todas-: usando escotes demasiado sugerentes. Entre estas viejecitas, una hizo mención –y luego se arrepintió- de un diariero. Según su confesión, Ella lo recibía varias veces a la semana, bien de madrugada ataviada con un camisón muy sugerente. Dijo, además, que un buen día ambos desaparecieron. Ahí es donde perdí el rastro.

Años después la encontré cruzando la Av. General Paz, en Córdoba. La distinguí a través del recuerdo de la mención que me hicieron sobre un sombrerito que acostumbraba usar, bastante particular. En cuestión de segundos el semáforo agitó ese mar humano, creciendo un color más entre los otros. Fue la única vez que la vi, o que creí verla.

Hoy debo conformarme sólo con tener dos fotos suyas. En una se muestra casi desafiante, con una sonrisa leve, cierta sombra proyectando una imagen confusa sobre su boca y su mejilla. Detrás, un parque, el cielo algo manchado por las nubes, las hojas de un árbol cercano acompañando de lejos el movimiento del pelo rojo, que era una especie de mano lenta sobre la frente. La otra también parece ser ella, aunque de un modo más distante. Conserva su belleza, pero lo mismo podría decir de la locura que habita en una caja de cristal, de la luz de una lámpara que se traduce a sí misma a través de una sábana violeta. Su piel, un árbol surcado por infinitos caminos de infinitos trazos, los músculos abatidos, derrumbando esa mirada desde la cual nace una húmeda tristeza de río que anuncia la boca, otra ondulación dentro del interminable marco de arrugas.

Unos años después de haberla encontrado en aquella avenida, tuve la fortuna de que me llegaran noticias sobre su paradero. Tal parece, estaba en un geriátrico, pagado con los escasos fondos que le quedaban.

Cuando llegué, recibí con gran dolor la noticia de su muerte. Había sucedido una semana antes. Me alejé mucho tiempo del caso, me había encariñado de una forma casi inexplicable con el simulacro de esta mujer que creé y reconstruí durante tanto tiempo, ingenuamente, y esta noticia derrumbó casi todas mis hipótesis. Quedaba sólo una en pie.

Los que siguen son averiguaciones que hice unos años después, nacidas de la ansiedad por concluir y de aquella noticia que leí en el periódico: todas las joyas desparecidas, excepto una, habían sido misteriosamente devueltas al Museo Nacional de Bellas Artes.

Guardaba, quizá por codicia, por nostalgia o simplemente por cariño, un pequeño alhajero –sumamente lujoso- que, contenía –según cuentan-, piedras y collares que quizá un rey podría envidiar. Incluso pude enterarme en el geriátrico de que había dos grupos claramente definidos que comenzaron a actuar en torno a este joyerito: por un lado estaban las indiferentes, que actuaban –mediante sarcasmos filosísimos- oponiéndose al otro grupo, el de las codiciosas o interesadas, que ensalzaban a la viejecita del joyero con calificativos verdaderamente laudatorios. Es muy probable que las guiara la pérfida esperanza de conseguir algo del tesoro de Ella. Basta con hacer mención de una tal Estercita, mujer un tanto enérgica, que llegó a hacer guardia durante una semana al lado de la cama de Ella, guardándola de la codicia de las otras ancianas.

Un día entre los días me encontraba tomando café en un barcito dentro del geriátrico, cuando se me acercó un anciano de ojos dulces y mansos que me dijo, con una voz llena de ternura y profundidad: yo fui su último novio. Nos quedamos en silencio durante un rato, tomando café y escuchando un tango de los ‘40. De repente, el hombre sacó algo del bolsillo, lo dejó sobre la mesa y así, sin decir más, se marchó, envuelto en una bata azul, cantando los casi últimos versos de aquel tango. Siempre rentendré el siguiente:

Yo viviré en tu idea

Enrique Cobián (F.C.)